Normalmente, en casa y en el colegio hablamos con los niños del esfuerzo, de los resultados de las notas, de los conocimientos… pero, ¿hablamos lo suficiente de emociones?
¿De lo que un niño siente cuando aprende, cuando se equivoca o cuando logra algo por sí mismo?
¿No creéis que educar en positivo implica mirar más allá de los contenidos y acompañar también a los niños en los procesos emocionales que sostienen y dan sentido a su aprendizaje?
La importancia de las emociones en el aprendizaje
Educar no es solo enseñar, también es acompañar.
En los pequeños gestos del día a día se esconden preguntas que rara vez nos hacemos:
¿Qué siente un niño cuando aprende? ¿Cómo vive el error, la frustración? ¿Qué emoción aparece cuando, por fin, algo le sale bien?
Así le explicamos a los niños qué son las emociones:
A menudo nos centramos en lo que falta: en lo que no aprendieron, en lo que hicieron mal, en lo que no consiguieron.
Pero, ¿qué pasaría si diéramos más espacio y tiempo a lo que les gusta, a lo que les motiva, a aquello con lo que disfrutan? ¿A lo que despierta su curiosidad, les inspira y les hace sentirse capaces?
¿Por qué padres y profesores solemos ofrecer ayuda solo en aquello que más les cuesta? ¿No sería igual o incluso más valioso reforzar lo que más les gusta, lo que ya hacen bien, lo que podría convertirse en su impulso natural para aprender con curiosidad todo lo demás?
A veces tengo la sensación de que educamos con una especie de cuenta atrás, como en esos juegos donde el reloj va descontando segundos y el niño, al ver que el tiempo se acaba, se pone nervioso, se bloquea… y finalmente no consigue el objetivo.
Frustración, inseguridad, apatía.
Dar tiempo al tiempo: aprender sin prisas
Me recuerda a esos momentos cotidianos en los que decimos: “Venga, hazlo rápido.” “Vamos, que se te pasa el tiempo.
¿Y si en lugar de una cuenta regresiva hiciéramos una cuenta progresiva?
Una que marque avances, no pérdidas; que sume confianza, no miedo; que permita que cada niño aprenda a su ritmo, a su tiempo.
El tiempo, en educación, no es un lujo: es una necesidad. Dar tiempo al tiempo. Tiempo para pensar, para equivocarse, para volver a intentarlo.
¿Y cuánto de ese tiempo compartimos de verdad con ellos? ¿Les damos tiempo de calidad, ese en el que no miramos el reloj, ni el móvil, ni la agenda?
Porque, al final, todo es una cuestión de actitud.
Y cuando ellos estudian o se concentran, ¿qué hacemos nosotros? ¿Tiene sentido pedirles atención mientras los adultos miramos pantallas, vemos la televisión o navegamos por redes sociales?
¿No sería más coherente que, en esos momentos, toda la casa respirara y compartiera un mismo ambiente de concentración, lectura o creatividad?
¿Que cada uno —pequeños y mayores— tuviera su propio trabajo intelectual o creativo, mostrando con el ejemplo que el aprendizaje, la creatividad y el pensamiento también son parte natural de la vida en familia?
La gestión emocional no se enseña con discursos ni con palabras, sino con presencia, con hechos, con actitud y con tiempo.
Con la calma de quien escucha y no interrumpe, de quien deja que el niño exprese lo que siente y no lo que “debería” sentir.
¿Les damos espacio para hablar? ¿Para ponerle palabras a sus emociones, para equivocarse al expresarse, para jugar con los sentimientos?
El juego como herramienta para educar en gestión emocional
Y hablando de jugar.
Jugar es divertido y el juego puede ser una herramienta perfecta para educar en las emociones.
En el juego, los niños se atreven a ser actores de un pequeño sketch, a leer poemas o simplemente a descubrir lo que sienten mientras juegan a ser otros.
¿Y si al jugar aprendieran, sin darse cuenta, a entenderse mejor a sí mismos?
¿Y si perder el miedo al ridículo fuera el primer paso para comprender a los demás?
Tal vez educar en positivo no sea tanto corregir como acompañar.
No tanto enseñar a controlar las emociones, como enseñar a sentirlas sin miedo.
A vivir el aprendizaje como una aventura: algo emocionante, lleno de curiosidades y misterios.
Quizá el verdadero reto de la educación actual no esté solo en los contenidos, sino en cómo gestionamos las emociones que nacen mientras aprendemos.
Y tal vez ahí —en ese pequeño cambio de mirada— esté la clave para formar niños emocionalmente fuertes, curiosos y felices.
Quizá el reto no esté en tener todas las respuestas, sino en atrevernos a seguir haciéndonos preguntas.
¿Cómo queremos que recuerden nuestros hijos su infancia: como una carrera contrarreloj o como un camino lleno de descubrimientos?
¿Queremos que aprendan a obedecer o a pensar, a controlar sus emociones o a comprenderlas?
Tal vez educar en positivo consista, simplemente, en mirarles con paciencia, escucharlos con presencia y acompañarlos con amor… mientras aprendemos, poco a poco, a hacer lo mismo con nosotros.
Acompañar con empatía: el ejemplo de los adultos
Educar en positivo no significa proteger a los niños de toda frustración, sino ayudarles a transformarla en aprendizaje.
Significa ofrecer límites desde la empatía, acompañar con presencia y recordar que los adultos somos su espejo emocional.
La gestión emocional no se enseña con teorías, sino con coherencia: cuando un niño ve a un adulto contar hasta diez antes de gritar, escuchar antes de juzgar o disculparse cuando se equivoca, está aprendiendo más de lo que ningún manual podría enseñar.
Y quizá, en el fondo, podríamos aplicarnos todo lo que aquí hemos dicho a nosotros mismos. Porque todos llevamos dentro a ese niño que alguna vez quiso ser escuchado, comprendido y aceptado tal como era.
Volver a mirar a ese niño es recordar que seguimos aprendiendo, que también necesitamos paciencia, comprensión y ternura.
Solo entonces podremos acompañar con equilibrio a nuestros hijos y a nuestros alumnos, y la educación dejará de ser una tarea para convertirse en un camino compartido, lleno de emoción… un camino, en positivo.



